lunes, 4 de octubre de 2010

Objetos de la batalla de la Toma de Zacatecas

Saludos compañeros, el fin de semana pasado tuve la oportunidad de visitar Zacatecas, una ciudad muy querida para mi, fui en plan de turista, pero no deje pasar la oportunidad de salir a prospectar un rato, mas con motivo del Bicentenario, que mejor que recorrer un campo de batalla de la revolución... aparte tenia una promesa que cumplir a alguien, verdad Ale? Bueno, les dejo la info.

“Espero que esta pelea la ganen sus cañones” –le dijo Pancho Villa a Felipe Ángeles mientras se preparaban para marchar con toda la División del Norte sobre Zacatecas. La vieja ciudad colonial era el último bastión del huertismo y su caída significaba el paso franco a la ciudad de México.


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En la madrugada del 17 de junio de 1914, desde Torreón, el general Ángeles comenzó a montar el grueso de su artillería en cinco trenes. A las 8 de la mañana la primera locomotora anunció su partida rumbo a Zacatecas, y con intervalos de 15 minutos salieron las demás. El viaje fue por demás lento y húmedo. La lluvia no dejó de caer sobre la División del Norte pero los villistas iban muy animados: tras varios meses de intensos combates nadie dudaba ya de su poderío. Villa y Ángeles deseaban, por encima de cualquier otra cosa, darle el tiro de gracia al régimen del usurpador Victoriano Huerta.




Ángeles y su gente llegaron a Calera –a 25 kilómetros de Zacatecas- el día 19 por la mañana. Desembarcado el equipo militar, el general tomó su caballo y con una escolta salió a reconocer el terreno, necesitaba establecer posiciones y ubicar los sitios más adecuados para sus piezas de artillería. Se le veía tranquilo cabalgando de un lugar a otro, daba órdenes, tomaba sus binoculares para observar la ciudad de piedra, se detenía un momento y respiraba satisfecho.

El enorme reflector colocado en el punto más alto del cerro de la Bufa iluminaba la ciudad de Zacatecas. La gente comentaba que el general huertista Luis Medina Barrón –oficial a cargo de la defensa de la plaza- lo había mandado traer de Veracruz, para lo cual había sido necesario desmontarlo del faro que se levantaba en el puerto. Los federales lo hacían girar toda la noche tratando de ubicar las posiciones rebeldes y las piezas de artillería de Ángeles. Los desesperados esfuerzos de las tropas de Huerta para defender la plaza no le quitaban el sueño al general. Nada podía ya detener la marcha de la División del Norte.




Villa se presentó en las inmediaciones de Zacatecas, por la tarde del 22 de junio de y determinó que la batalla comenzaría a las 10 de la mañana del día siguiente. “Juntas se moverán todas las fuerzas a esa hora. Nadie entrará un minuto antes ni un minuto después” –ordenó el Centauro. La señal para iniciar sería era el disparo de un cañón.

Amaneció radiante el día 23 de junio de 1914. El cielo no podía ser más azul. Atrás habían quedado las amenazas de lluvia de la noche anterior. Ángeles despertó pasadas las siete de la mañana; se afeitó con calma, tomó su baño, desayunó con su estado mayor y montó su caballo. Eran las nueve de la mañana.




En la víspera, el general hizo un movimiento que dejó perplejo al enemigo: retiró las piezas de artillería de sus posiciones originales y las emplazó en sitios imperceptibles y muy cerca de las líneas defensivas de los federales. Los últimos tres días convenció a los huertistas que ya tenía definidas sus posiciones.

El disparo de un cañón a las diez de la mañana en punto anunció el inició de la batalla. Los villistas avanzaron por los cuatro puntos cardinales intentando arrebatar a los federales sus posiciones en la Bufa, el Grillo, la Sierpe, Loreto y el cerro de La Tierra Negra. Cuarenta cañones –28 por el norte y 12 por el sur- entraron en acción al mismo tiempo para apoyar el despliegue de la infantería que ascendía presurosa por los cerros que rodeaban la ciudad.


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Los veintidós mil hombres de la División del Norte se movían en completa armonía bajo la dirección de Ángeles. El general había logrado la perfecta conjunción entre las brigadas del ejército villista. “La artillería obrando en masa –escribió Ángeles- y con el casi exclusivo objeto de batir y neutralizar las tropas de la posición que deseaba conquistar la infantería y ésta marchando resueltamente sobre la posición en donde la neutralización se realizaba. ¡Qué satisfacción la de haber conseguido esta liga de las armas!”

Ángeles estaba enardecido; parecía encontrarse en una dimensión diferente al resto de los hombres, en un sitio privilegiado, exclusivo para el guerrero. Las granadas estallaban encima de su punto de observación o lo rebasaban por completo. Con sus binoculares alcanzaba a divisar al abanderado que corría al frente de su brigada avanzando sin parar. Entonces calibraba nuevamente los cañones y alargaba el tiro para apoyar el asalto final de la infantería sobre alguna posición.


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En medio del fuego de la fusilería, Ángeles tomó su caballo para cerciorarse del estado que guardaban otros puntos de la batalla. En camino a Loreto encontró a Villa. Ambos generales con sus estados mayores, cabalgaron juntos mientras escuchaban “alegremente” los disparos de la artillería villista. Los cañones federales intentaban pegarle al numeroso grupo; sus tiros, sin embargo, quedaban cortos.

Una granada explotó a escasos tres metros de donde se hallaban Ángeles y Villa observando el combate. El humo cubrió por algunos instantes a los dos jefes y a sus hombres. Cuando el humo desapareció había varios cadáveres mutilados. Para mala fortuna no había sido disparado por del enemigo. El proyectil era villista, explotó en manos de un artillero que preparaba su lanzamiento. Para evitar que los soldados entraran en pánico o pensaran en el riesgo que corrían al manejar las bombas, Ángeles gritó: “No ha pasado nada, hay que continuar sin descanso; algunos se tienen que morir, y para que no nos muramos nosotros es necesario matar al enemigo. “¡Fuego sin interrupción!”.



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Hacia las 5. 40 de la tarde, el triunfo de la División del Norte estaba cerca. El enemigo abandonaba sus posiciones y huía de manera desorganizada. “No los veíamos caer, pero lo adivinábamos –escribió Ángeles-. Lo confieso sin rubor, los veía aniquilar en el colmo del regocijo; porque miraba las cosas bajo el punto de vista artístico, del éxito de la labor hecha, de la obra maestra terminada. Y mandé decir al General Villa: ¡Ya ganamos, mi general! Y efectivamente, ya la batalla podía darse por terminada, aunque faltaran muchos tiros por dispararse”.

Unos minutos después, las tropas villistas tomaban posesión de la Bufa y del Grillo y avanzaban sobre la ciudad. Las calles de Zacatecas presenciaron una de las peores matanzas de la revolución. Los revolucionarios acabaron con todos los soldados federales que encontraron a su paso. Saquearon casas, edificios y oficinas. En algunos casos arremetieron incluso contra la población civil. Los siete kilómetros que mediaban entre Zacatecas y la población de Guadalupe terminaron tapizados de cadáveres impidiendo el tránsito de carruajes.


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En uno de los edificios del centro de la ciudad se encontraba un joven oficial del ejército de Huerta. Su misión era defender el parque y las armas que se encontraban almacenadas ahí. Cuando los villistas entraron a la ciudad, el oficial supo que no tenía escapatoria. Esperó a que llegaran los revolucionarios y cuando intentaron entrar hizo volar el edificio. Decenas de víctimas de ambos bandos quedaron entre los escombros de la vieja construcción.




Cinco mil muertos entre las tropas federales. Cerca de tres mil lamentó la División del Norte. En los días siguientes surgiría nuevamente el humanista. Decenas de prisioneros salvaron la vida gracias a la intercesión de Ángeles. La sangre sólo debía correr en la batalla. Los muertos eran parte del ritual de la guerra.




Frente a la noche y sumido en sus reflexiones, Ángeles respiró satisfecho por el éxito de la batalla. La venganza sobre Huerta se había consumado. “Y bajo el encanto de la obra clásica de ese día feliz, me hundí plácidamente en un sueño reparador y sin aprensiones”

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